sábado, 1 de marzo de 2008

Ambivalencias



"La realidad no tiene ninguna importancia. La percepción es lo único que cuenta" le dijo Lauren Solly a Yasmina Reza según lo relata en El alba, la tarde o la noche, un libro inteligente que no solo sirve para reflexionar sobre el perfil psicológico de los que consiguen el poder sino sobre mecanismos de la condición humana que a veces resultan sorprendentes y que quizá nos resulta útil conocer como médicos. De todas formas la idea de que la realidad es una construcción es conocida y muy utilizada en el campo de la psicoterapia. Cada uno de nosotros tenemos un relato de nosotros mismos, de nuestra vida en el que nos sentimos más o menos cómodos. Pero ¿qué percepción tenemos de nosotros mismos como médicos de familia, de nuestro trabajo?, ¿cual es nuestra realidad y cual es la percepción que de ella tenemos? ¿con que ojos nos miramos?, ¿con qué mirada nos miran?.

Con frecuencia acudo a reuniones de médicos, a veces como ponente, a veces como asistente. Muy a menudo escucho opiniones que se repiten una y otra vez y que me irritan u otras de las que me enorgullezco. Me irrito cuando oigo generalizar sobre "la primaria" ese nombre barato que nos hemos puesto y que es sinónimo de tantos calificativos que nos banalizan. Lo oigo en boca de médicos de familia que se creen expertos en algo (con el asunto de los grupos de trabajo de las sociedades estamos consiguiendo reproducir un sistema de subespecialidades estúpido que además provee de una extraña autoestima a gente que, en ocasiones, sabe poco de lo que cree que sabe y casi nada de lo que debería saber para hacer bien su trabajo real): " es que en primaria hay que contar cosas simples"; "es que en primaria no hay tiempo, es que los de primaria no están preparados para entender…"; "es que los de primaria no pueden o no saben o no quieren o les falta formación…"; "es que esto no les interesa si no está acreditado". En ocasiones me he descubierto a mí mismo haciendo ese papel, diciendo cosas parecidas que en ese momento siento como verdaderas (hay motivos para pensarlas) y al rato me desprecio por despotricar de forma general del trabajo y la actitud de un colectivo (al que inevitablemente pertenezco) de varias decenas de miles de personas de las que conozco a muy pocas y muy superficialmente, en cualquier caso a una muestra muy poco representativa. También oigo argumentos similares en boca de especialistas de otras especialidades que con paternalismo enternecedor tratan de orientarnos o perdonarnos la vida o intentar una complicidad que no es del todo sincera (hay excepciones, muchas excepciones de nuevo generalizo).

Aunque otras veces cuando escucho algunas opiniones o leo algunos trabajos me enorgullezco de pertenecer a un colectivo en el que hay gente sumamente culta e inteligente; que ha sabido salir indemne (o enriquecida) de condiciones durísimas sin perder la profesionalidad; que tiene una capacidad de introspección sutil que ha sabido concretar en un conocimiento precioso y útil (pienso en Borrell y Carrió por ejemplo); que tiene saberes médicos profundos sobre materias diversas y que es capaz de hacer ecografías o tratar urgencias vitales o manejar enfermedades crónicas o hacer psicoterapia o discriminar una demanda compleja con el mayor rigor pero en condiciones reales de la consulta ambulatoria, con masificación, con medios limitados y el viento en su contra; que no ha perdido la motivación ni el placer de ver enfermos (la joie de vivre de los auténticos médicos) a pesar de haber sido traicionados (lo sabemos, lo hemos visto, conocemos sus nombres, esto no es una percepción sesgada) por los que prometieron hacer de la atención primaria (me sigue sin gustar el nombre pero todavía no he encontrado otro) un nivel con los recursos suficientes para hacer una asistencia de calidad y permitir el desarrollo profesional de gente como nosotros, como tú que lees esto quizá por la noche, cuando podrías estar haciendo otras cosas y sigues pensando precisamente en éstas. Gente que se atreve a tomar multitud de decisiones en un mar de incertidumbre, y que tiene que personalizar conceptos complejos y a veces evanescentes frente a personas sensatas que buscan ayuda o que a veces desconfían porque no saben que pueden esperar de nosotros o que consumen servicios sin pudor, por banalidades y que en ocasiones nos tratan como a personal de servicio porque el sistema se lo permite mientras se nos consume la paciencia.

Quizá ha llegado el momento de cambiar el relato que tenemos de nosotros mismos. Perder de una vez el complejo de inferioridad. Recordar que por cada compañero de formación manifiestamente mejorable hay un cardiólogo o un neumólogo o un cirujano a los que también les convendría aprender algunas cosillas. Tenemos que dejar de culpabilizarnos de lo que no tenemos (nos hemos llegado a echar encima hasta la culpa de las inversiones que no hemos recibido) porque quizá lo que ocurre es que no nos lo quieren dar, o nos lo dan en condiciones imposibles, aunque quizá tendríamos que ser capaces de hacer más cosas por conquistarlo. Tenemos que responsabilizarnos de lo que queremos ser, de las palabras con las que nos nombramos. Quizá hemos fracasado pero como dice Vicente Verdú (http://blogs.elboomeran.com/vicente_verdu/ entrada del 26/02/2008) "Todo fracaso se alza como un posible y esclarecedor punto de partida. Lo que se quiebra en la antigua dirección promueve otra opción sorpresa y con ella una reflexión más madura sobre la significación en general", sobre lo que queremos ser y lo que estamos dispuestos a arriesgar por serlo.