No cabe duda de que somos seres pasionales. Una de las principales (pre)ocupaciones de muchos, llegando a ser una auténtica obsesión, es la marcha del club de sus amores. Como si de un carácter hereditario se tratara, el gen del fútbol se transmite de generación en generación poniéndose de manifiesto el fenotipo correspondiente: camiseta oficial los domingos y fiestas de guardar, canto desaforado del himno lo mismo en cenas de cuadrilla que en la boda de la prima, odio incondicional al “otro” equipo...
Mientras no se desmadre, el apego a los colores no pasa de ser una afición tan respetable como la brisca o la pesca con cucharilla. Incluso cuando se manifiesta con un fervor que podríamos considerar como religioso. Porque lo cierto es que hay quien no termina de encontrar muchas diferencias entre los sentimientos religiosos y los balompédicos. Allá cada cual.
Sin embargo, en la vida no todo es fútbol. Bien está manifestar por el equipo un amor irracional (o arracional, si se me permite usar tal expresión: no es la razón quien guía esos sentimientos), pero este tipo de apegos no debería empapar otros ámbitos, porque entonces pueden salpicarnos a los demás. En política, pongamos por caso. Debemos tener siempre presente que los representantes que salgan elegidos, de entre lo que podamos elegir, van a tomar decisiones que nos van a afectar a todos en aspectos tan diversos como cuál va a ser el salario mínimo, por dónde va a pasar un tren de alta velocidad, qué asignaturas van a estudiar nuestros chavales o a qué edad van a poder entrar en una prisión.
Hay muchos y buenos motivos para pararse a pensar, con frialdad, calculadamente, a quién vamos a dar nuestro voto. O incluso si vamos a ejercer ese derecho. Por eso me resulta bochornoso, cuando llega la época electoral, ver a esas hordas de hinchas que llenan estadios, frontones, auditorios, adorando a su equipo –político-, riendo las gracias de su ídolo y abucheando al equipo contrario. Gente que seguiría depositando una fe ciega en el líder aunque a éste le pillaran abusando de su anciana madre. A diferencia de la pasión por los clubes de fútbol, que poco (aunque a veces no tan poco) nos afecta a los que carecemos del gen, una elevada proporción de “fieles hasta la muerte” de su partido político pueden estar decidiendo el rumbo de las naciones.
Algo parecido pasa con cuestiones científicas. Por supuesto, no con todas. Nadie toma partido a favor o en contra de la ley de la gravitación universal, o de la velocidad de la luz, o de la polinización de los jazmines. En estos terrenos, las cosas son como son, y lo que pensemos de ese tipo de realidad, nos guste o no, es completamente indiferente.
Debería sorprendernos, por la misma razón, el hecho de que una parte muy importante de la población elija bando –no se puede llamar de otra manera- ante la conveniencia de la vacunación universal, la peligrosidad de las radiaciones de las antenas de telefonía, el cambio climático, los cultivos transgénicos, la teoría de la evolución biológica, las centrales nucleares... Claro que todos tenemos derecho a opinar, pero los efectos biológicos de las radiaciones son tan opinables como la velocidad de la luz en el vacío; en cuanto a cuestiones como los transgénicos o las células madre, cuántos de los que sientan cátedra al respecto deberían hacer examen de conciencia y admitir lo poco que saben del tema...
No voy a entrar en qué opción es la mejor, porque no me refiero a eso. Para ser sincero, yo ni siquiera lo tengo claro en algunos casos.
Pero es muy fácil errar si se toman decisiones sólo porque una mayoría enarbole una bandera con la misma reflexión con que anima a su equipo de fútbol.
Y yo añadiría ¿se aplicará la ley de la ventaja en cuestiones de ciencia? ¿y el fuera de juego?