Hubo un tiempo en que la meta de cualquier medico era convertirse en un
buen clínico, alguien capaz de afrontar cualquier problema por vago o
intrincado que fuera y encontrarle el diagnostico adecuado. Hoy las
cosas han cambiado. Ahora la preocupación dominante es publicar en
revistas de impacto o participar en proyectos de investigación, a ser
posible europeos. Algo imprescindible para progresar en la carrera
profesional.
Tuve la inmensa suerte de formarme con alguien que era , esencialmente,
un clínico excepcional. Alguien no excesivamente conocido
profesionalmente, que no ocupó cargos de gestión relevante, ni dirigió
la política sanitaria de ningún partido, ni fue líder de opinión de
nada. Si uno busca su nombre en Pubmed encuentra 10 referencias en
treinta años, todas ellas en revista españolas. Pero en aquel tiempo en
que muchos de sus compañeros hacían curriculum publicando las cosas más
diversas ( a menudo superfluas), él se dedicaba simplemente a ver
pacientes. Si en aquel hospital alguien tenia un caso especialmente
peliagudo, buscaba el asesoramiento del Dr. Aréchaga. Si alguien tenia
un familiar enfermo, recurría a Santi Aréchaga.
La poca medicina que sé, la aprendí de él. La importancia de escuchar al
paciente ( y no a sus acompañantes) con toda la atención puesta en
ello. Mirando a los ojos, dejándole hablar. Lo minuciosa que puede
llegar a ser una buena exploración física, no tanto por lo enrevesado de
las maniobras, sino por lo atento y cuidadoso que se debe ser al tocar,
a la búsqueda de información, en un cuerpo enfermo, alterado ,dolorido.
La diferencia existente entre un verdadero diagnostico diferencial y
una mera lista de diagnósticos posibles, para lo que se precisa de un
conocimiento exhaustivo e inmediato. La importancia de ese momento único
en que el paciente aguarda el juicio diagnostico como el que espera un
veredicto. Y lo difícil que resulta siempre encontrar el equilibrio
entre no mentir y no angustiar.
En aquella época, cada vez mas lejana, los residentes andábamos
entretenidos en la carrera armamentística intervencionista: a ver quien
realizaba antes un procedimiento más complejo, en cuya cima estaba
colocar vías centrales en sitios inauditos. El buen diagnostico se
dejaba a gente como el Dr. Aréchaga, porque requería un dosis de lectura
, análisis, reflexión y memorización a la que no todos estábamos
dispuestos.
A raíz de un problema familiar vuelvo a contemplar la diferencia entre
los buenos clínicos y los clínicos rutinarios. Y tengo la suerte de
encontrar médicos de esos anónimos, a los que solo recuerdan sus
pacientes, los que no salen en ruedas de prensa con consejeras y
ministras tras realizar un transplante prodigioso, ni aparecen en la
radio o el telediario de las 9 dando consejos y pautas de correcto
comportamiento para pacientes obedientes.
Gente anónima capaz de hacer una historia clínica completa aunque fuera
de la consulta los pacientes refunfuñen por el retraso que lleva, y sus
indicadores de espera no sean los adecuados. Médicos de los que siguen
tomando notas en papel mientras escuchan al paciente y miran a los ojos (
y no a la esclavizante pantalla del ordenador). Gente que sigue
sabiendo hacer una exploración neurológica completa, solo con las manos,
un martillo y una linterna. Capaces de demostrar todo lo que saben, que
solo solicitan las pruebas estrictamente imprescindibles, que
demuestran que se han estudiado el caso entre visita y visita, que
relativizan el resultado de las pruebas en función de la evolución, que
no recurren al sagrado TAC o a la divina Resonancia Magnética hasta que
no resulta estrictamente imprescindible. Personas que se apoyan en la
ayuda del tiempo (esperan y ven) para desenmascarar al trastorno
culpable.
Mientras tanto enseñamos a los residentes, a los futuros médicos otro
tipo de comportamientos: el de la atención rutinaria, estandarizada y
sistemática , estudiando a los pacientes como si fuesen piezas
defectuosas de una fábrica de tornillos. En donde se trata
principalmente de aplicar el protocolo establecido (glucemia, presión
arterial electrocardiograma), y si todo es normal “acicalar y largar” (
como decía el Gordo de la Casa de Dios)
. Cubriéndonos las espaldas con etiquetas como “ se descarta patología
urgente, o “trastorno funcional”, simplemente porque el tornillo humano
no cuadra con lo que hay escrito en nuestro protocolo.
El medico que progresa adecuadamente, el que es acreditado por las
agencias del ramo, el que recibe reconocimientos y premios, es el que es
capaz de documentar que tiene publicaciones en revistas de impacto del
primer cuartil, aunque la haya hecho con un primo coreano y vaya de
vigésimo autor sobre un modelo de determinación enzimática en ratas
asiáticas. El buen clínico, el que atiende a pacientes en consultas
atestadas y sigue aplicando rigurosamente su saber, carece de la
valoración, el apoyo y la consideración de políticos, gestores e
instituciones, salvo cuando alguien cercano se pone enfermo. Solo
tienen el reconocimiento silencioso de todos aquellos que aprecian su
trabajo y conocimiento. Cuando se vuelve a leer algún capitulo del
Harrison ( además de comprobar una vez mas lo excepcional del texto) se
comprueba lo difícil que resulta y el esfuerzo que precisa adquirir ese
saber. Y lo poco que, por desgracia, lo apreciamos.