lunes, 11 de mayo de 2009

Mariposas Viejas. Relato en 3 entregas (1)


Hoy os voy a transcribir la primera parte de una serie de tres capítulos , del relato que fué premiado en el Congreso Nacional de Comunicación al que he tenido la suerte de asistir. Lo he fraccionado en tres entregas porque es un poco largo para un post. Como me pareció fantástico quiero compartirlo con todos los que quieran leerlo. A mí me ha conmovido volver a leerlo. Y lo releeré al volver a casa tras más de una guardia. Espero que os guste.


Mariposas viejas
Universidad de las Islas Baleares
Benito Rodríguez, Óscar


Con mi cara de ataúd y

mis mariposas viejas

yo también me hago presente

en esta solemne fiesta.

NICANOR PARRA



Se estaba muriendo, no había duda. De su garganta surgían los estertores que anunciaban la muerte y su rostro de noventa años, chupado como el cuero viejo, descansaba sobre la cama de una aséptica habitación de hospital que contrastaba con su agonía: paredes blancas, suelo gris, y olor a lejía y desinfectante. Ella estaba allí, mirándole. Ella se llamaba Juana, tenía 68 años y era pobre como una rata. Estaban solos. No había nadie en el mundo salvo ella y aquel hombre que agonizaba. Juana sostenía la mano de su padre mientras le acariciaba el pelo. Los médicos decían que no podía sentir nada, porque su estado era semicomatoso, pero a Juana no le importaba. Le había velado durante meses y sabía que podía oírla y sentirla. Sí, sabía todo eso por sus noches en vela y sus días rotos; noches y días silenciosos por otro lado, a excepción de esa respiración ronca y entrecortada, mezclada (a veces) con los ruidos del pasillo. De pronto, su respiración se detuvo y Juana sintió el alma en vilo. Pero luego regresaron los estertores. Y más tarde llegó otro silencio. Y luego el ruido de estertores. Y después el silencio. Hasta que al final no hubo más estertores y Juana supo que todo había terminado. De modo que le dio un beso en la frente (todavía caliente) y se tendió a llorar sobre el cadáver. Después de unos quince minutos salió al pasillo y llamó a la enfermera. Le dijo que su padre había muerto. La enfermera le contestó: lo siento, y luego añadió que llamaría al médico para que certificase la muerte. A continuación le hizo un electro cardiograma al hombre (o al cadáver del hombre). Antes de salir de la habitación le preguntó a Juana sobre el seguro y Juana no supo qué contestar. Así que se puso a hurgar en la cartera de su padre y allí encontró el número de teléfono de la funeraria. Llamó desde el teléfono de la habitación porque no tenía móvil. No lo había tenido en su vida y no iba a comprarlo ahora. En fin, se dijo, y marcó. Al otro lado de la línea le atendió una joven que le indicó que inmediatamente se desplazaría allí el señor Ramón. Juana se sentó y esperó. Entonces aparecieron el médico y la enfermera. El médico era bajito, grueso y tenía ojeras y cara de sueño (no en vano era de madrugada). Lo que hizo fue auscultar el cadáver y aseverar que efectivamente era un cadáver. A continuación anotó en una libreta la hora de la muerte para rellenar el certificado de defunción. Fue entonces cuando miró a Juana, que estaba sentada en el sillón del acompañante, y dijo: la acompaño en el sentimiento. Ella dijo: gracias, y movió la cabeza con afectación. La enfermera la hizo salir para arreglar el cuerpo y ella aprovechó para sacar un café de la máquina y esperar en el tanatorio. Entonces pensó que el hospital había sido su casa en los últimos meses y que esa era su última noche allí. Sintió lástima. Por extraño que parezca se había acostumbrado a vivir entre enfermos. Y mientras pensaba estas cosas y se tomaba el café, llegó el hombre de la funeraria. ¿Es usted la hija de Inocencio?, dijo el hombre. Sí, dijo Juana. Le acompaño en el sentimiento. Gracias. Entonces Juana eligió el tipo de ataúd, las flores, la misa, y los panegíricos. Y cuando todos los cabos estuvieron bien atados se despidió del señor Ramón, cogió el autobús y se marchó de la ciudad.

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