No sólo los laboratorios hacen uso
sistemático de tácticas de promoción cuestionables y alianzas
interesadas con el cuerpo médico. En pediatría, la promoción agresiva de
fórmulas “nutracéuticas” y “terapéuticas” –importadas y de alto costo–
constituye una práctica habitual y en vertiginoso aumento.
Una estrategia dominante actualmente es
la “patologización” indiscriminada de fenómenos normales en el lactante
menor (especialmente antes de los 3 meses) y su presunta resolución con
fórmulas hipoalergénicas. El terreno es fértil para la profecía
autocumplida, pues los fenómenos propios del desarrollo, como llanto,
cólicos, regurgitación, despertares nocturnos, erupciones cutáneas, etc.
están destinados a resolverse espontáneamente, generalmente a partir de
los 3 meses. En un reciente congreso internacional realizado en Chile,
un conferencista promovía –ante medio millar de personas– el uso de
ciertos productos para el cólico infantil, señalando su efectividad en
un 70% de los casos al cabo de 4 a 6 semanas de uso. Por definición,
¡ésa es la historia natural del cólico infantil! Así fue descrita por
los clásicos y corroborada por la investigación contemporánea.
Esta estrategia ha resultado un
verdadero éxito comercial y mediático, generando una preocupación masiva
en las madres y familias de los lactantes, mientras se distribuyen
incentivos a granel entre los prescriptores. Estos reciben además la
información técnica de parte de las propias compañías, alineando así sus
conocimientos con los intereses de éstas. Los productos referidos son
prescritos a un porcentaje considerable de los lactantes que consultan
(sobre todo en sectores de nivel socioeconómico más alto).
Esta situación es especialmente notoria
en el ámbito de las alergias alimentarias. Si bien hay datos que
muestran un aumento de dichas alergias en las últimas décadas, las
prácticas observadas en nuestro país (y en otros) pocas veces se basan
en la evidencia “dura”. Los criterios diagnósticos se han vuelto
extremadamente difusos, muchas veces en forma deliberada y bajo el
impulso de las partes interesadas. Los diagnósticos se apoyan en pruebas
de laboratorio inespecíficas, no validadas o francamente erróneas.
Algunas de las cifras presentadas se basan en autodiagnóstico de
pacientes en encuestas poblacionales.
Hay otros factores implicados en este
fenómeno médico-sociológico. Entre ellos, la cantidad e intensidad de
los temores y aprensiones que se observan en una alta proporción de los
padres y madres de hoy. Éstos están relacionados con el desconocimiento
de la fisiología del niño sano, de sus variantes normales y de los
fenómenos propios del desarrollo infantil, no sólo por parte de la
población general sino también de muchos médicos (sobre todo de reciente
egreso). El nivel de exposición a la biología del niño sano y a la
puericultura en los currículos pediátricos de algunas universidades
parece francamente insuficiente. Las actividades prácticas suelen
centralizarse en campos terciarios (atención de patologías), a expensas
de la supervisión de salud de la díada madre-hijo y del enfoque familiar
y comunitario.
El clima de consumismo imperante en el
área de la salud estimula en las familias el fenómeno de “doctor
shopping” y la búsqueda de segundas y terceras opiniones. Se multiplican
las consultas por motivos banales y la medicalización (y medicación) de
molestias menores. Padres que se presentan como clientes exigentes
(“¡para eso pago!”) demandan para sus hijos una especie de “inmunidad
absoluta”. El nacimiento, el crecimiento y la crianza deben ser
perfectos, exentos de dolencias y de las vicisitudes propias de la
condición humana. No se aceptan resfríos, ni quejas, ni llantos, ni
desvelos, ni sarpullidos, ni muchas deposiciones ni pocas, ni
regurgitaciones, ni gases, ni despertares intempestivos ni variantes
temperamentales en los niños.
Los medios, especialmente la TV y las
revistas “femeninas”, con su énfasis en los testimonios dramáticos y
casos aberrantes, contribuyen a la patologización de fenómenos
habituales en los niños, fomentando en la población una preocupación
excesiva ante situaciones manejables. A menudo vemos en reportajes y
entrevistas a connotados “gurús” promoviendo el uso de costosas panaceas
(casualmente en sincronía con las compañías fabricantes). Las complejas
redes de intereses que involucran a medios de comunicación, compañías
farmacéuticas (o de alimentos) e instituciones de salud, por regla
general pasan desapercibidas a ojos de televidentes y lectores.
Las sociedades científicas, volcadas
hacia adentro, muchas veces desconocen las repercusiones que sus
recomendaciones tienen sobre el cuerpo médico no especializado, los
medios, el público y la salud de la población. A mayor especialización y
menor orientación biopsicosocial, mayor es la probabilidad de que sus
normativas –unilaterales y a menudo dogmáticas– entren en conflicto con
intereses naturales de la comunidad, como la promoción de la lactancia
materna, el cuidado responsable del lactante y del niño y la contención
de costos en salud.
Los cursos y congresos promovidos por
muchas sociedades científicas son un reflejo de los intereses de las
compañías patrocinadoras. Rara vez se encontrará, por tanto, que
enfaticen (o siquiera incluyan) actualizaciones en temas como lactancia
materna, alimentación infantil saludable o biología del resfrío común
(en oposición a la creciente y perniciosa tendencia a conferir carácter
crónico y ominoso a las infecciones respiratorias banales de la
infancia, que son parte constitutiva de la vida en sociedad del ser
humano). Los conferencistas invitados suelen ser elegidos (o
“sugeridos”) por los auspiciadores o pertenecer a su nómina de speakers
pagados. Los temas a tratar –y los expositores– a menudo pasan por el
filtro (explícito o implícito) de dichas corporaciones. Abundan los
regalos y las chucherías de toda índole para los asistentes, con el
nombre y logo del producto “estrella”. El espectáculo en ocasiones es
cuasi-circense.
En tales instancias de Educación
Continua, los asistentes –en buena parte jóvenes profesionales sin
oportunidad de acceder a programas educativos formales– siguen con
devoción y candor las ponencias presentadas, internalizando de manera
literal los contenidos.
Cada año, laboratorios y compañías de
alimentos no escatiman en gastos para financiar el periplo
latinoamericano de investigadores extranjeros que presentan sus
convenientes resultados y que encuentran tribuna libre y aquiescencia de
parte de las jefaturas de centros académicos y clínicos (donde las
promociones se realizan incluso en el horario oficial de las reuniones
clínicas).
Algunas compañías han impulsado la
creación de foros en internet donde madres, padres y otros “interesados”
discuten informalmente los problemas que ameritan el uso de ciertos
medicamentos y productos. Allí se demonizan los malestares normales del
lactante, se solidariza con las sufrientes familias y se describen las
virtudes de tal o cual producto. La compañía interesada permanece en las
sombras. Muchas veces los foristas promueven agresivas acciones de
lobby para que el (carísimo) producto llegue a ser una necesidad
colectiva y, por ende, objeto de subsidios estatales (un precioso
ejemplo de políticas regresivas).
Escasea la investigación local dirigida a
caracterizar la naturaleza y efectos de la patologización de los
fenómenos normales, así como sus costos económicos y sociales. Por
ejemplo, el masivo aumento de las licencias médicas por supuesta
enfermedad grave del niño menor –responsable de una escalada en costos
de salud durante casi dos décadas–, prácticamente no mereció
investigaciones de carácter científico en el país.
Las universidades, por su parte, cada
vez más centran sus intereses investigativos en grandes proyectos sobre
terapias farmacológicas, financiados por laboratorios internacionales, o
en proyectos de prestigio –muchas veces personalistas–
característicamente en el campo de la biología molecular. Las entidades
con interés en Salud Pública –públicas o privadas, universitarias o
estatales– tienden por su parte a incursionar en el terreno tradicional
de la demografía y de las políticas económicas o de gestión. Lo que
ocurre en la calle, en los hogares o en la consulta médica rara vez es
investigado por los ámbitos académicos, aún cuando moldeen en forma
fundamental las creencias y procederes de la población.
Tampoco la rigurosa Medicina Basada en
Evidencia (MBE), cuyo insumo son los datos publicados en la literatura,
suele hacerse cargo de estos temas. Por lo demás, la proletarización de
la práctica clínica –especialmente en Atención Primaria– deja a los
profesionales desinformados respecto de las fuentes de evidencia en las
que debieran apoyar sus decisiones. En este contexto, los visitadores
médicos y las compañías farmacéuticas y de alimentos se hacen cargo a
sus anchas –con sus propios énfasis, contenidos, trucos y obsequios– de
la educación continua de gran parte de la profesión médica.
Los grandes temas de salud no tienen
sponsor. Ante la irresistible presión de situaciones como las antes
descritas, que actúan concertadamente, los grandes perdedores serán
siempre los temas huérfanos de mecenas corporativos: la lactancia
natural, las prácticas saludables en la crianza y la alimentación del
niño, el autocuidado, la resolución espontánea de las dolencias banales y
autolimitadas. En suma, el concepto global de “niño sano” o “niño
normal”. Frente a las potentes fuerzas mercantiles y de la cultura
imperante que insisten en desvirtuarlo, patologizando todas y cada una
de sus características, el concepto de niño sano constituye hoy en día
una concepción casi subversiva.