La Utopía

Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos.
Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré.

¿Para qué sirve la utopía?
Para eso sirve: para caminar
.
(Ventana sobre la Utopia. Eduardo Galeano.

CREO EN LA UTOPIA PORQUE LA REALIDAD ME PARECE IMPOSIBLE

sábado, 20 de septiembre de 2008

Spleen




La vida es un mar proceloso. Los humanos sospechamos que lo peor siempre puede ocurrir y eso ha dejado probablemente un rastro evolutivo en nuestro cerebro. En el tronco cerebral reside el sistema de lucha y huida que compartimos con otras especies y que se dispara a veces a pesar nuestro, de forma inmediata, ante riesgos que anticipamos. Y una emoción tan intensa siempre busca pensamientos congruentes, riesgos posibles que todos sospechamos en nuestras vidas y que entonces sentimos como muy probables o seguros y que nos creemos de forma acrítica. Una emoción desencadena ciertas cogniciones llenas de catastrofismo que a la vez alimentan aún más el miedo que nos hace seguir "razonando emocionalmente".

El catastrofismo (ponerse en lo peor aunque sea improbable y sentirse como si ello ya hubiera ocurrido) y el razonamiento emocional (creernos acríticamente las cogniciones congruentes con la emoción: la base de la superstición) son las dos principales distorsiones cognitivas que se producen en los pacientes con ansiedad clínica. Pero también son muy frecuentes en todos nosotros. En mayor o menor medida, porque podemos ser más o menos proclives a preocuparnos, parece que por factores ligados a la carga genética y a nuestra historia de aprendizaje. Hay personalidades clínicamente "temerosas" como los dependientes o los evitativos o los anancásticos. Pero mucho más frecuentes son los rasgos más o menos intensos que creo que compartimos una gran parte de la población. Un miedo excesivo que no nos protege sino que nos pone en riesgo y que paradójicamente parece exacerbarse en sociedades desarrolladas que son más seguras pero que curiosamente hacen cada vez más presentes sus riesgos.

Como médico de familia tengo la sensación de que cada vez trato más el miedo de la gente desencadenado en muchas ocasiones por pequeños problemas de salud o de la vida o por "las enfermedades imaginarias" construidas a partir del modelo de factores de riesgo, que sin embargo son vividos con la misma intensidad que si fueran grandes catástrofes. El médico tradicional con capacidad de curar era capaz de quedarse con el miedo del paciente, de tranquilizar, de observar y acompañar a pesar de que la incertidumbre fuera mayor que la actual. Sin embargo para nosotros cada vez es más difícil. A nuestras consultas no vienen los pacientes preocupados que evitan hacerse pruebas ("por si les encuentran algo"), sino los que tratan de tranquilizarse haciéndose todas las posibles. Cualquier dolor o malestar es vivido como un síntoma de peligro y genera una demanda de derivación o de tecnología. "¿Y si… es un tumor o una neumonía o se complica como le pasó a fulano?". Y así cada vez se nos complica más el manejo de problemas frecuentes no muy importantes o incluso autolimitados.

La mentalidad catastrofista es fértil y los ¿y sí…? son memes altamente contaminantes. La ansiedad del paciente interacciona con la del médico, la promueve y puede determinar su práctica. Porque con el tiempo todos tenemos malas experiencias y lo que parecía no ser nada termina siendo algo y es difícil aguantar la presión de un paciente preocupado que pide una derivación o una nueva prueba. Más cuando intuimos que nosotros ya no somos percibidos como los que podemos "curarle" porque viene con otras expectativas. También es difícil no mandar una medicación cuando el paciente la reclama (aunque no la veamos indicada) porque parece que "si pasa algo" pero hemos dado un fármaco estamos más protegidos o el paciente no nos pondrá una denuncia. Esa es la expectativa social. Con la que hay que luchar porque a menudo conduce a la iatrogenia.


Saber manejar el propio miedo y el de los pacientes creo que constituye uno de los principales rasgos de la profesionalidad de un médico. Conocernos a nosotros mismos, ser conscientes de la emoción, no negarla. Poner atención a los pensamientos automáticos que rápidamente se desencadenan y que casi siempre comienzan con un ¿y si...? . Ser capaces de reestructurarlos: "el miedo no demuestra nada", "¿qué probabilidad real hay de que ocurra esto?", "¿qué probabilidad tiene la hipótesis alternativa?" "¿en qué puedo yo realmente influir con una intervención?"" ¿qué evidencia hay sobre la eficacia de esta medida o fármaco en esto en concreto?"," me preocuparé y afrontaré lo que ocurra cuando ocurra...". Ser prácticos y flexibles. Saber tomar decisiones desde una incertidumbre asumida pero hasta cierto punto controlada. Modular el miedo para que nos proteja en vez de paralizarnos y nos deje pensar con cierta objetividad y tomar decisiones. Asumir que es imposible ser médico sin que "pasen cosas" como es imposible ser torero sin ser alguna vez volteado por el toro. Sobre todo cuando las condiciones de trabajo no son siempre las más propicias para procesar toda la información necesaria con un mínimo de rigor. O aún en las mejores condiciones y cuando todo se ha hecho supuestamente bien lo que contra lo que ahora parece pensarse como expectativa social no asegura la ausencia total de complicaciones.

Eché mucho de menos en el desgraciado "caso Neira" una intervención pedagógica del ministro de sanidad. Debía haber asegurado que se investigaría la actuación de los médicos implicados por supuesto, pero también haber informado de que una hemorragia epidural se produce en un determinado momento y que un TAC puede no detectarla cuando todavía no se ha producido, no la previene y que pedirlo tiene unos criterios determinados que quizá los médicos no consideraron en ese caso. Aunque a "toro pasado" todo parezca muy claro. Porque me pregunto cuantas pruebas innecesarias habrá generado ese caso, cuantos médicos habrán decidido dejar de arriesgar lo necesario para ser clínicos solventes, cuanto miedo y desconfianza habrá desatado en mucha gente.

Las personas con ansiedad buscan la seguridad absoluta y cada vez se sienten más inseguros. Evitan lo que les da miedo y al final no pueden salir de una baldosa. Todo acto vital implica un riesgo. Quien decide no arriesgar nunca se pierde las mejores cosas de la vida (la amistad, el amor, la aventura) y se ahoga en una zozobra insoportable. El miedo es una mecanismo necesario que precisa estar bien ajustado porque determina nuestra capacidad de ser felices. Sin embargo la hipermodernidad esta generando una cultura llena de contradicciones. Exige la seguridad absoluta, el derecho absoluto a la salud y por otro lado estimula las emociones fuertes para vencer el hastío. El ciudadano medicalizado que practica deportes de riesgo o estilos de vida inhumanos pero se hace chequeos cada seis meses y toma medicamentos de todas clases. La población que envejece pero donde los viejos no tienen ningún lugar en la vida pública y languidecen entre la banalidad y el tedio.

Vuelvo de vacaciones. Amsterdan me ha parecido una ciudad confortable y libre, llena de gente de toda edad y aspecto que marchan en bicicletas viejas y toman cerveza o vino al lado de los canales . Hay librerías esplendorosas y cafés modernistas donde se puede estar solo, leyendo el periódico o conversando dulcemente toda una tarde. Veo viejos de muy buen aspecto comprando bulbos de tulipanes en el mercado de las flores o escuchando un concierto de Mozart en medio de un canal, como si eso fuera muy significativo en sus vidas. Me parecen menos obsesionados por la seguridad y el miedo, más tranquilos, aunque quizá esto solo sea una fantasía determinada por la novedad y el desconocimiento o por todos los niños pequeños que veo en las bicis con sus madres sin protección ninguna. Pero me gusta imaginarme que cierta cultura europea también protege de algunos factores de riesgo. Que no todo consiste en añadir pastillas y pastillas que controlan riesgos más o menos evanescentes, sino de llenar la vida de motivos para seguir viviendo. Gestos, ceremonias, hábitos, palabras, que infundan serenidad o alegría o encanto. Que permitan deslizarse suavemente, sin detenerse, en la bicicleta con la que atravesamos la vida.