La Utopía

Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos.
Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré.

¿Para qué sirve la utopía?
Para eso sirve: para caminar
.
(Ventana sobre la Utopia. Eduardo Galeano.

CREO EN LA UTOPIA PORQUE LA REALIDAD ME PARECE IMPOSIBLE

martes, 12 de mayo de 2009

Mariposas Viejas. Relato en 3 entregas. (final)


Mientras esperaba a que llegara un autobús, Juana pensó que había muchos hospitales en este país y que no tenía que cerrarse las puertas. De pronto escuchó una voz familiar tras de sí y cuando volvió su rostro se encontró cara a cara con Claudia, la enfermera, vestida con el pijama blanco. ¿A dónde va?, preguntó Claudia, su padre acaba de despertar del coma, la necesita. Juana no le contestó y dirigió su mirada directamente al asfalto. Entonces Claudia lo entendió todo. No es su hija, dijo. Juana no dijo nada durante un tiempo. Luego dijo: perdóneme. La culpa recorría todo su ser. ¿Por qué lo hizo?, preguntó Claudia. Juana le contestó que estaba sola en el mundo y que su pensión no alcanzaba para un alquiler. Así que desde hace unos años mi vida es esta, dijo Juana, cuidar de viejas mariposas que ya no pueden valerse por sí mismas a cambio de alojamiento. La enfermera estaba asombrada. Juana le contó que había cuidado de enfermos de alzheimer a quienes había convencido de que eran familia: y había cuidado de comatosos y amnésicos, tetrapléjicos y discapacitados intelectuales, muertos cerebrales y esquizofrénicos, pero nunca había cuidado de una persona, digamos… consciente, como lo estaba ahora Francisco. Por eso me voy, dijo, y añadió: por favor, no le diga nada a nadie. A lo lejos se vio venir un autobús. La mujer se levantó. No se vaya, dijo Claudia, él quiere que vuelva, me ha pedido que salga a buscarla. No puedo, no tengo nada que hacer aquí, dijo Juana. Francisco no tiene a nadie más que a usted, dijo la enfermera, puede que no sea su hija, pero le ha cuidado como si lo fuera, y no le ha pedido nada a cambio.


Lo siguiente que sucedió fue que Juana se sentó en el sillón donde había pasado los últimos meses. Su paciente la miraba directamente a los ojos desde la cama, esta vez en posición de semisentado. Me han dicho todo lo que ha hecho por mí, dijo Francisco. Ella no le contestó. Siempre había sido muy tímida (tal vez por eso cuidaba de gente en coma o disminuida). Quiero que se quede, continuó Francisco, quédese conmigo, faltan semanas para que me den el alta, ¡quédese, por favor! Y se quedó. Volvió a leerle libros de la biblioteca, sólo que esta vez no eran de Agatha Christie, sino de Alejandro Dumas, que eran los que le gustaban a él. Con el tiempo, aprendieron a conocerse y todo volvió a adquirir una suerte de equilibrio difícil de explicar. Semanas después, sin previo aviso, Francisco sufrió una parada cardiorrespiratoria y murió.


En realidad Juana ya conocía el desenlace de esta historia. Había representado el papel de hija apenada docenas de veces (papel que no era un papel, sino una forma de vida). Le lloró sinceramente, como siempre lloraba a los ancianos que cuidaba, pero esta vez, si cabe, lo hizo con más sentimiento, porque era la primera vez que uno de sus pacientes conocía la verdad, y la había aceptado incondicionalmente. Después de hablar con el médico (el médico seguía creyendo que era su hija y la trató como tal; la única que conocía la verdad era Claudia, la enfermera, quien por lo visto no había dicho nada a nadie) rebuscó entre los papeles de Francisco y encontró el número de la funeraria. Llamó y comunicó el fallecimiento. A continuación bajó hasta el tanatorio del hospital, que era frío y de color marrón pálido, y acompañó el cadáver de su amigo hasta que llegó el hombre de la funeraria, el señor Ramón. Éste la reconoció, abrió los ojos de par en par y dijo: ¿Cuántos padres tiene usted? Un padre y muchos padrastros, contestó Juana, y de nuevo se vio eligiendo el tipo de ataúd, las flores, la misa, y los panegíricos. De nuevo se despidió del señor Ramón y de nuevo se sintió sola en el mundo.

Antes de marcharse pasó a despedirse de Claudia. Le dio las gracias por todo (fundamentalmente por no delatarla) y le dijo que se marchaba. Se abrazaron. La enfermera le dijo que se cuidase mucho. Y Juana dijo: igualmente. Después, Claudia sacó una carta que llevaba el nombre de Juana y se la entregó. Francisco me dijo que se la diera si todo iba mal, dijo. Y todo ha ido mal, ¿verdad? Sí, todo ha ido mal. En el autobús Juana abrió la carta de Francisco y su contenido la dejó total y absolutamente perpleja. Decía que estas últimas semanas habían sido las mejores de su vida; que se había sentido feliz y contento de haber podido contar con alguien en sus últimas horas, y que por eso ( entre otras muchas cosas) Francisco la nombraba heredera universal de su fortuna (valorada en varios millones de euros). Luego aparecían escritos ciertos detalles técnicos como que la lectura de testamento se haría efectiva una semana después de su fallecimiento en la calle Soler número 17 con el notario Nando López, etcétera. Juana sonrió. En verdad su vida había cambiado. Estaba contenta. Muy contenta. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Ahora tenía dinero. Sin embargo algo la entristecía. Cuidar de la gente no estaba tan mal, pensó. Juana volvió a leer la carta. La leyó varias veces. Muchas veces. La parte que más le gustaba no era la que anunciaba su inminente fortuna, sino las últimas líneas, que decían: “gracias por su compañía” y estaba firmadas con un: “su eterno amigo, Francisco López.”