La Utopía

Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos.
Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré.

¿Para qué sirve la utopía?
Para eso sirve: para caminar
.
(Ventana sobre la Utopia. Eduardo Galeano.

CREO EN LA UTOPIA PORQUE LA REALIDAD ME PARECE IMPOSIBLE

lunes, 11 de mayo de 2009

Mariposas Viejas. Relato en 3 entregas. (2ª parte)


No asistió al funeral. No se preocupó por la exigua herencia. No hizo nada de lo que se esperaría haría una hija. Era como si tras la muerte de su padre, todo hubiera terminado, y con todo nos referimos a su propia vida. Bajó del autobús y se metió en el primer hospital que pudo encontrar. No sabía ni en que provincia se encontraba. Deambuló por sus pasillos durante varias horas. El olor le resultaba familiar. Ya saben, olor a hospital. Por un lado sintió lástima y por otro se sintió como en casa. Cuando sobrevino el cansancio se sentó en la sala de espera y echó una cabezada. Más tarde volvió a su ronda por los pasillos hasta que encontró lo que había venido a buscar: un hombre muy mayor tumbado sobre una cama en una habitación solitaria. Se dio cuenta de que durante horas, nadie que no fuera personal sanitario había cruzado el umbral de la puerta. Así que se armó de valor y entró. Miró al hombre que yacía sobre la cama. Se parecía un poco a ella: la misma forma de la nariz y los pómulos, el mismo tamaño de los ojos y los labios. Se dio cuenta de que no estaba bien alineado sobre el colchón. Así que lo recolocó, le ahuecó la almohada y más tarde le hidrató bien las piernas que, a su juicio, estaban demasiado secas. Cuando lo tuvo bien compuesto se sentó en la silla del acompañante y se quedó dormida. Por la noche llegó la enfermera con la medicación. ¡Hola!, dijo sorprendida, pues no había visto a ningún familiar de Francisco en los dos meses que llevaba ingresado. ¿Es usted su hija?, preguntó. Juana no dijo nada, pero debió mover un poco la barbilla de arriba abajo porque la enfermera se puso muy contenta y se presentó. Después de hablar un rato le trajo una manta y una botella de agua. Puede dormir en aquel sillón, si se inclina hacia atrás es bastante cómodo, dijo la enfermera. Y se marchó. Juana durmió toda la noche de un tirón. Desde luego era más cómodo aquel sillón que el banco de una estación.


A la mañana siguiente bajó a la cafetería a desayunar y luego pidió jabón, palanganas y todo lo necesario para lavar a Francisco. Las enfermeras del turno de mañana estuvieron contentas: les quitaba trabajo. Y Juana también estuvo contenta: se sentía útil y tenía un lugar donde dormir. De modo que lo acicaló y después le hidrató bien toda la piel con crema, para finalmente echar un poco de colonia sobre el cuello, el pijama y las sábanas. La verdad es que lo tenía hecho un pincel. Le hacía cambios posturales cada tres horas. Lo limpiaba y le cambiaba el pañal cuando hacía falta. Le movilizaba las extremidades para que no se anquilosaran. Y, además, tenía la habitación limpia, recogida y ordenada. Nunca armaba ruido y siempre que podía charlaba con las enfermeras. Para comer, bajaba tres veces al día a la cafetería del hospital. No cometía excesos (salvo una ligera adicción al café: le encantaba el café y lo toleraba bastante bien). Usaba con discreción el baño de la habitación. Allí lavada los tres vestidos negros que poseía y su ropa interior. Usaba para ella el mismo jabón de hospital que usaba con Francisco. Por las tardes, después de la sobremesa, Juana le leía cuentos. Bueno, en realidad no eran cuentos, sino novelas de misterio de Agatha Christie, que eran las que le gustaban a ella, y aunque sabemos que no tenía dinero, los encontraba rebuscando entre los viejos libros de la biblioteca del hospital. En cualquier caso ella le leía y él le respondía. No con palabras, claro. Con gestos. Gestos sutiles que ella comprendía a la perfección. Y pese a que muchos sanitarios se habían preocupado de decirle que Francisco estaba en coma y que no entendía nada, Juana sabía que no era cierto. Lo había comprobado por sí misma. Cuando estaba incómodo podía detectar una ligera tensión en su rostro. Y del mismo modo, cuando le leía, sentía que los músculos de su cara cedían a un placer sutil, pero innegable. Juana aprendió a comunicarse con Francisco. Por su tensión corporal y las señales de su rostro llegó a adivinar cuándo tenía sucio el pañal y cuándo estaba incómodo. También cuándo le hacía daño movilizando sus extremidades y cuándo sentía placer con sus masajes hidratantes. Y así, sumida en esta rutina, pasaron varios meses. Hasta que un día vino la enfermera que había conocido a su llegada y le dijo: estoy muy contenta de que esté usted aquí, Juana, todas pensábamos que Francisco era un indigente sin hogar ni familia, pero desde que usted lo cuida está mucho mejor, no me malentienda, nosotras lo cuidamos bien, no se piense, pero el tiempo es limitado y hay mucho trabajo y muchos pacientes. Yo también estoy contenta de estar con él, dijo Juana, y lo que hago, lo hago a gusto. Siempre es un placer hablar con usted, Juana, aunque nosotras le debemos parecer todas iguales, dijo la enfermera (se llamaba Claudia). Para nada, dijo Juana, no son todas iguales, algunas de ustedes son más humanas que otras. Se brindaron una sonrisa y se despidieron. Entonces llegó la hora de comer y como siempre Juana bajó al comedor, donde los precios eran bastante económicos. Cuando volvió a su habitación se encontró con un gran revuelo. Allí estaba el médico y el residente, la enfermera y una auxiliar. ¡Ha despertado!, gritó Claudia, ¡Su padre ha despertado! Juana no lo podía creer, pero se encontró sin remedio abocada frente al hombre que había cuidado durante meses. Debe estar contenta, dijo el médico, mejorías tan espectaculares no se ven todos los días, es casi un milagro. ¡Nada de eso, dijo Claudia, es que su hija lo ha cuidado muy bien! ¿Dónde estoy?, preguntó Francisco con hilo de voz (una voz que no había utilizado en muchísimo tiempo). En el hospital, dijo el doctor. ¿Y quién es esta mujer?, preguntó Francisco. Juana se puso blanca como la pared. ¿Quién va a ser?, dijo la enfermera, ¡es su hija! El enfermo pregunto que desde cuándo tenía una hija. Y el doctor le contestó que desde siempre; lo que sucedía es que el coma le había afectado la memoria. Amnesia, dijo, tiene usted amnesia. ¿Amnequé…?, dijo Francisco. Bueno, será mejor que les dejemos solos, tendrán mucho de qué hablar, afirmó Claudia. Y se marcharon, dejando a Juana y a Francisco solos en la habitación. Entonces los dos se miraron y se sintieron como dos perfectos desconocidos compartiendo la intimidad de una habitación. Por fin, Juana no pudo soportarlo más. Recogió sus cosas, las metió en su maleta y, mirando directamente a los ojos de Francisco (ojos que por primera vez, como decimos, se adivinaban azules) dijo: lo siento mucho. Y se marchó de allí. ( Continuará y finalizará mañana)

Mariposas Viejas. Relato en 3 entregas (1)


Hoy os voy a transcribir la primera parte de una serie de tres capítulos , del relato que fué premiado en el Congreso Nacional de Comunicación al que he tenido la suerte de asistir. Lo he fraccionado en tres entregas porque es un poco largo para un post. Como me pareció fantástico quiero compartirlo con todos los que quieran leerlo. A mí me ha conmovido volver a leerlo. Y lo releeré al volver a casa tras más de una guardia. Espero que os guste.


Mariposas viejas
Universidad de las Islas Baleares
Benito Rodríguez, Óscar


Con mi cara de ataúd y

mis mariposas viejas

yo también me hago presente

en esta solemne fiesta.

NICANOR PARRA



Se estaba muriendo, no había duda. De su garganta surgían los estertores que anunciaban la muerte y su rostro de noventa años, chupado como el cuero viejo, descansaba sobre la cama de una aséptica habitación de hospital que contrastaba con su agonía: paredes blancas, suelo gris, y olor a lejía y desinfectante. Ella estaba allí, mirándole. Ella se llamaba Juana, tenía 68 años y era pobre como una rata. Estaban solos. No había nadie en el mundo salvo ella y aquel hombre que agonizaba. Juana sostenía la mano de su padre mientras le acariciaba el pelo. Los médicos decían que no podía sentir nada, porque su estado era semicomatoso, pero a Juana no le importaba. Le había velado durante meses y sabía que podía oírla y sentirla. Sí, sabía todo eso por sus noches en vela y sus días rotos; noches y días silenciosos por otro lado, a excepción de esa respiración ronca y entrecortada, mezclada (a veces) con los ruidos del pasillo. De pronto, su respiración se detuvo y Juana sintió el alma en vilo. Pero luego regresaron los estertores. Y más tarde llegó otro silencio. Y luego el ruido de estertores. Y después el silencio. Hasta que al final no hubo más estertores y Juana supo que todo había terminado. De modo que le dio un beso en la frente (todavía caliente) y se tendió a llorar sobre el cadáver. Después de unos quince minutos salió al pasillo y llamó a la enfermera. Le dijo que su padre había muerto. La enfermera le contestó: lo siento, y luego añadió que llamaría al médico para que certificase la muerte. A continuación le hizo un electro cardiograma al hombre (o al cadáver del hombre). Antes de salir de la habitación le preguntó a Juana sobre el seguro y Juana no supo qué contestar. Así que se puso a hurgar en la cartera de su padre y allí encontró el número de teléfono de la funeraria. Llamó desde el teléfono de la habitación porque no tenía móvil. No lo había tenido en su vida y no iba a comprarlo ahora. En fin, se dijo, y marcó. Al otro lado de la línea le atendió una joven que le indicó que inmediatamente se desplazaría allí el señor Ramón. Juana se sentó y esperó. Entonces aparecieron el médico y la enfermera. El médico era bajito, grueso y tenía ojeras y cara de sueño (no en vano era de madrugada). Lo que hizo fue auscultar el cadáver y aseverar que efectivamente era un cadáver. A continuación anotó en una libreta la hora de la muerte para rellenar el certificado de defunción. Fue entonces cuando miró a Juana, que estaba sentada en el sillón del acompañante, y dijo: la acompaño en el sentimiento. Ella dijo: gracias, y movió la cabeza con afectación. La enfermera la hizo salir para arreglar el cuerpo y ella aprovechó para sacar un café de la máquina y esperar en el tanatorio. Entonces pensó que el hospital había sido su casa en los últimos meses y que esa era su última noche allí. Sintió lástima. Por extraño que parezca se había acostumbrado a vivir entre enfermos. Y mientras pensaba estas cosas y se tomaba el café, llegó el hombre de la funeraria. ¿Es usted la hija de Inocencio?, dijo el hombre. Sí, dijo Juana. Le acompaño en el sentimiento. Gracias. Entonces Juana eligió el tipo de ataúd, las flores, la misa, y los panegíricos. Y cuando todos los cabos estuvieron bien atados se despidió del señor Ramón, cogió el autobús y se marchó de la ciudad.

¡Cuidado con los Antidepresivos a largo plazo!


Un estudio publicado en American Journal of Psichiatric alerta sobre la posibilidad de que los IRSS y en especial la Paroxetina y la Amitriptilina utilizadas durante un periodo mayor de 2 años puede incrementar el riesgo de desarrollar Diabetes.

El aumento de peso podría explicar la relación entre el uso de antidepresivos y la diabetes, de acuerdo con este estudio publicado en la revista American Journal of Psychiatry.
El estudio incluyó a 165.958 pacientes que recibieron al menos una nueva prescripción de un antidepresivo entre 1990 y 2005. Para ser incluidos en el estudio, los pacientes debían tener al menos 30 años de edad, no estar diagnosticados de diabetes o de tolerancia alterada a la glucosa y haber estado diagnosticados con depresión durante los 180 días previos o los 90 días posteriores al inicio del estudio. Se identificaron un total de 2.243 casos de diabetes mellitus.

De confirmarse estos datos deberíamos cribar esta posibilidad entre nuestros pacientes que deben tomar estos fármacos durante largo tiempo ó de forma indefinida. Estaremos alerta.