No asistió al funeral. No se preocupó por la exigua herencia. No hizo nada de lo que se esperaría haría una hija. Era como si tras la muerte de su padre, todo hubiera terminado, y con todo nos referimos a su propia vida. Bajó del autobús y se metió en el primer hospital que pudo encontrar. No sabía ni en que provincia se encontraba. Deambuló por sus pasillos durante varias horas. El olor le resultaba familiar. Ya saben, olor a hospital. Por un lado sintió lástima y por otro se sintió como en casa. Cuando sobrevino el cansancio se sentó en la sala de espera y echó una cabezada. Más tarde volvió a su ronda por los pasillos hasta que encontró lo que había venido a buscar: un hombre muy mayor tumbado sobre una cama en una habitación solitaria. Se dio cuenta de que durante horas, nadie que no fuera personal sanitario había cruzado el umbral de la puerta. Así que se armó de valor y entró. Miró al hombre que yacía sobre la cama. Se parecía un poco a ella: la misma forma de la nariz y los pómulos, el mismo tamaño de los ojos y los labios. Se dio cuenta de que no estaba bien alineado sobre el colchón. Así que lo recolocó, le ahuecó la almohada y más tarde le hidrató bien las piernas que, a su juicio, estaban demasiado secas. Cuando lo tuvo bien compuesto se sentó en la silla del acompañante y se quedó dormida. Por la noche llegó la enfermera con la medicación. ¡Hola!, dijo sorprendida, pues no había visto a ningún familiar de Francisco en los dos meses que llevaba ingresado. ¿Es usted su hija?, preguntó. Juana no dijo nada, pero debió mover un poco la barbilla de arriba abajo porque la enfermera se puso muy contenta y se presentó. Después de hablar un rato le trajo una manta y una botella de agua. Puede dormir en aquel sillón, si se inclina hacia atrás es bastante cómodo, dijo la enfermera. Y se marchó. Juana durmió toda la noche de un tirón. Desde luego era más cómodo aquel sillón que el banco de una estación.
A la mañana siguiente bajó a la cafetería a desayunar y luego pidió jabón, palanganas y todo lo necesario para lavar a Francisco. Las enfermeras del turno de mañana estuvieron contentas: les quitaba trabajo. Y Juana también estuvo contenta: se sentía útil y tenía un lugar donde dormir. De modo que lo acicaló y después le hidrató bien toda la piel con crema, para finalmente echar un poco de colonia sobre el cuello, el pijama y las sábanas. La verdad es que lo tenía hecho un pincel. Le hacía cambios posturales cada tres horas. Lo limpiaba y le cambiaba el pañal cuando hacía falta. Le movilizaba las extremidades para que no se anquilosaran. Y, además, tenía la habitación limpia, recogida y ordenada. Nunca armaba ruido y siempre que podía charlaba con las enfermeras. Para comer, bajaba tres veces al día a la cafetería del hospital. No cometía excesos (salvo una ligera adicción al café: le encantaba el café y lo toleraba bastante bien). Usaba con discreción el baño de la habitación. Allí lavada los tres vestidos negros que poseía y su ropa interior. Usaba para ella el mismo jabón de hospital que usaba con Francisco. Por las tardes, después de la sobremesa, Juana le leía cuentos. Bueno, en realidad no eran cuentos, sino novelas de misterio de Agatha Christie, que eran las que le gustaban a ella, y aunque sabemos que no tenía dinero, los encontraba rebuscando entre los viejos libros de la biblioteca del hospital. En cualquier caso ella le leía y él le respondía. No con palabras, claro. Con gestos. Gestos sutiles que ella comprendía a la perfección. Y pese a que muchos sanitarios se habían preocupado de decirle que Francisco estaba en coma y que no entendía nada, Juana sabía que no era cierto. Lo había comprobado por sí misma. Cuando estaba incómodo podía detectar una ligera tensión en su rostro. Y del mismo modo, cuando le leía, sentía que los músculos de su cara cedían a un placer sutil, pero innegable. Juana aprendió a comunicarse con Francisco. Por su tensión corporal y las señales de su rostro llegó a adivinar cuándo tenía sucio el pañal y cuándo estaba incómodo. También cuándo le hacía daño movilizando sus extremidades y cuándo sentía placer con sus masajes hidratantes. Y así, sumida en esta rutina, pasaron varios meses. Hasta que un día vino la enfermera que había conocido a su llegada y le dijo: estoy muy contenta de que esté usted aquí, Juana, todas pensábamos que Francisco era un indigente sin hogar ni familia, pero desde que usted lo cuida está mucho mejor, no me malentienda, nosotras lo cuidamos bien, no se piense, pero el tiempo es limitado y hay mucho trabajo y muchos pacientes. Yo también estoy contenta de estar con él, dijo Juana, y lo que hago, lo hago a gusto. Siempre es un placer hablar con usted, Juana, aunque nosotras le debemos parecer todas iguales, dijo la enfermera (se llamaba Claudia). Para nada, dijo Juana, no son todas iguales, algunas de ustedes son más humanas que otras. Se brindaron una sonrisa y se despidieron. Entonces llegó la hora de comer y como siempre Juana bajó al comedor, donde los precios eran bastante económicos. Cuando volvió a su habitación se encontró con un gran revuelo. Allí estaba el médico y el residente, la enfermera y una auxiliar. ¡Ha despertado!, gritó Claudia, ¡Su padre ha despertado! Juana no lo podía creer, pero se encontró sin remedio abocada frente al hombre que había cuidado durante meses. Debe estar contenta, dijo el médico, mejorías tan espectaculares no se ven todos los días, es casi un milagro. ¡Nada de eso, dijo Claudia, es que su hija lo ha cuidado muy bien! ¿Dónde estoy?, preguntó Francisco con hilo de voz (una voz que no había utilizado en muchísimo tiempo). En el hospital, dijo el doctor. ¿Y quién es esta mujer?, preguntó Francisco. Juana se puso blanca como la pared. ¿Quién va a ser?, dijo la enfermera, ¡es su hija! El enfermo pregunto que desde cuándo tenía una hija. Y el doctor le contestó que desde siempre; lo que sucedía es que el coma le había afectado la memoria. Amnesia, dijo, tiene usted amnesia. ¿Amnequé…?, dijo Francisco. Bueno, será mejor que les dejemos solos, tendrán mucho de qué hablar, afirmó Claudia. Y se marcharon, dejando a Juana y a Francisco solos en la habitación. Entonces los dos se miraron y se sintieron como dos perfectos desconocidos compartiendo la intimidad de una habitación. Por fin, Juana no pudo soportarlo más. Recogió sus cosas, las metió en su maleta y, mirando directamente a los ojos de Francisco (ojos que por primera vez, como decimos, se adivinaban azules) dijo: lo siento mucho. Y se marchó de allí. ( Continuará y finalizará mañana)
A la mañana siguiente bajó a la cafetería a desayunar y luego pidió jabón, palanganas y todo lo necesario para lavar a Francisco. Las enfermeras del turno de mañana estuvieron contentas: les quitaba trabajo. Y Juana también estuvo contenta: se sentía útil y tenía un lugar donde dormir. De modo que lo acicaló y después le hidrató bien toda la piel con crema, para finalmente echar un poco de colonia sobre el cuello, el pijama y las sábanas. La verdad es que lo tenía hecho un pincel. Le hacía cambios posturales cada tres horas. Lo limpiaba y le cambiaba el pañal cuando hacía falta. Le movilizaba las extremidades para que no se anquilosaran. Y, además, tenía la habitación limpia, recogida y ordenada. Nunca armaba ruido y siempre que podía charlaba con las enfermeras. Para comer, bajaba tres veces al día a la cafetería del hospital. No cometía excesos (salvo una ligera adicción al café: le encantaba el café y lo toleraba bastante bien). Usaba con discreción el baño de la habitación. Allí lavada los tres vestidos negros que poseía y su ropa interior. Usaba para ella el mismo jabón de hospital que usaba con Francisco. Por las tardes, después de la sobremesa, Juana le leía cuentos. Bueno, en realidad no eran cuentos, sino novelas de misterio de Agatha Christie, que eran las que le gustaban a ella, y aunque sabemos que no tenía dinero, los encontraba rebuscando entre los viejos libros de la biblioteca del hospital. En cualquier caso ella le leía y él le respondía. No con palabras, claro. Con gestos. Gestos sutiles que ella comprendía a la perfección. Y pese a que muchos sanitarios se habían preocupado de decirle que Francisco estaba en coma y que no entendía nada, Juana sabía que no era cierto. Lo había comprobado por sí misma. Cuando estaba incómodo podía detectar una ligera tensión en su rostro. Y del mismo modo, cuando le leía, sentía que los músculos de su cara cedían a un placer sutil, pero innegable. Juana aprendió a comunicarse con Francisco. Por su tensión corporal y las señales de su rostro llegó a adivinar cuándo tenía sucio el pañal y cuándo estaba incómodo. También cuándo le hacía daño movilizando sus extremidades y cuándo sentía placer con sus masajes hidratantes. Y así, sumida en esta rutina, pasaron varios meses. Hasta que un día vino la enfermera que había conocido a su llegada y le dijo: estoy muy contenta de que esté usted aquí, Juana, todas pensábamos que Francisco era un indigente sin hogar ni familia, pero desde que usted lo cuida está mucho mejor, no me malentienda, nosotras lo cuidamos bien, no se piense, pero el tiempo es limitado y hay mucho trabajo y muchos pacientes. Yo también estoy contenta de estar con él, dijo Juana, y lo que hago, lo hago a gusto. Siempre es un placer hablar con usted, Juana, aunque nosotras le debemos parecer todas iguales, dijo la enfermera (se llamaba Claudia). Para nada, dijo Juana, no son todas iguales, algunas de ustedes son más humanas que otras. Se brindaron una sonrisa y se despidieron. Entonces llegó la hora de comer y como siempre Juana bajó al comedor, donde los precios eran bastante económicos. Cuando volvió a su habitación se encontró con un gran revuelo. Allí estaba el médico y el residente, la enfermera y una auxiliar. ¡Ha despertado!, gritó Claudia, ¡Su padre ha despertado! Juana no lo podía creer, pero se encontró sin remedio abocada frente al hombre que había cuidado durante meses. Debe estar contenta, dijo el médico, mejorías tan espectaculares no se ven todos los días, es casi un milagro. ¡Nada de eso, dijo Claudia, es que su hija lo ha cuidado muy bien! ¿Dónde estoy?, preguntó Francisco con hilo de voz (una voz que no había utilizado en muchísimo tiempo). En el hospital, dijo el doctor. ¿Y quién es esta mujer?, preguntó Francisco. Juana se puso blanca como la pared. ¿Quién va a ser?, dijo la enfermera, ¡es su hija! El enfermo pregunto que desde cuándo tenía una hija. Y el doctor le contestó que desde siempre; lo que sucedía es que el coma le había afectado la memoria. Amnesia, dijo, tiene usted amnesia. ¿Amnequé…?, dijo Francisco. Bueno, será mejor que les dejemos solos, tendrán mucho de qué hablar, afirmó Claudia. Y se marcharon, dejando a Juana y a Francisco solos en la habitación. Entonces los dos se miraron y se sintieron como dos perfectos desconocidos compartiendo la intimidad de una habitación. Por fin, Juana no pudo soportarlo más. Recogió sus cosas, las metió en su maleta y, mirando directamente a los ojos de Francisco (ojos que por primera vez, como decimos, se adivinaban azules) dijo: lo siento mucho. Y se marchó de allí. ( Continuará y finalizará mañana)
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